sábado, 26 de mayo de 2012

Kilometro 0


La tetería del Hamman y otros cuentos

Con treinta y dos años, me fui a Granada. Yo, mi libreta y un bolígrafo.
Quince días me pasé vagando por las calles de la ciudad más bonita que he visitado.
Al leer esto último, muchos pensarán que o no he viajado mucho o realmente Granada, es una ciudad espectacular. Ya les digo yo que si, que lo es.
No sabría decir si soy una mujer muy viajada, solo se, que Granada me dejó con la boca y el corazón abierto. La boca se me quedó en esa posición, cuando pude comprobar que el tiempo por aquellas calles no había pasado, y eso que en aquellos días, buena parte de sus edificios estaban envueltos en mallas metálicas ya que justo trabajaban en una esmerada restauración de los lugares más emblemáticos que uno se va encontrando por todos sus rincones.
El corazón lo tenía abierto en canal, pero era por otros motivos.
Inevitablemente, me habían hablado de La Alhambra, pero nadie me había dicho que enfrente de la casa de Manuel de Falla, estaba la casa más bonita y acogedora que yo había visto. La Tetería del Hamman.
Todo cuesta arriba, como en Arucas (pueblo gran canario) La calima parecía que me había perseguido hasta la península. Era como si se hubiera subido de polizón en mis maletas.
Cerca del final de mis días de nómada por la tierra que lleva nombre de fruta roja, me hablaron de la teteria. Yo, daba por sentado que se referían a la calle cuajadita de esta clase de establecimiento, pero no era así, había algo más que descubrir aparte de la bebida que dicen, que calma el alma.
Me fue muy fácil encontrarla, estaba esperando por mí.
La fachada, a priori, no dictaba nada especial, pero una vez crucé  la puerta, aquello se convertiría en otro mundo.
Es el lugar más mágico que he visitado. Yo andaba convencida de que el lugar más asombroso que habían pisado mis pies, era la Quinta La Regaleira, en Portugal, en seguida La Teteria del Haman, desbanco a la finca a un segundo lugar.
En la entrada había una recepción dónde una señorita muy amable, explicó como funcionaba el local.
La música de los tambores vibraba en mi estomago y el olor a canela con limón invadió sin pudor, todo el edificio.
Con el sonido de los bombos de fondo, se me instaló un nudillo que me aprisionó las paredes del estomago. Era tan fuerte el eco, que por un momento pensé que era música en directo. Se me ocurrió la entupida idea de salir corriendo. Me entró miedo.
¡Ignorante de mí! cuando pasé al lado de uno de los altavoces, el nudo marinero que portaba en el buche, se desató haciéndome sentir más relajada.
Seguí las indicaciones que me dio la empleada, cambiando mis vaqueros por un bañador. Salí del vestuario entre la semi oscuridad que ocupaba el caminito ancho de entre las cuevas, que me llevaron hasta las dos piscinas. Una fría como un témpano recién traído del Ártico y otra dulcemente templada que la hacia muy agradable.
Comencé con el juego de las charcas. Veinte minutos en una, veinte en la otra. Modifique el tiempo de duración de los baños, no se si hice bien, probablemente no, me resultaba casi imposible soportar durante ese turno, el agua congelada que hacia estallar mis tullidos músculos.
Me paré a observar como las gentes que estaban acostumbradas (se les veía asiduos a esta clase de baños) levantaban a brazadas el agua por encima de sus cabezas, como un bautismo ceremonial, rezongando bajo las olas que ellos mismos provocaban.
Me sedujo más la idea de ver como se bañaban los demás, a tener que preocuparme yo de que mis ligamentos hubieran llegado al estado perfecto, para poder recibir el masaje que me esperaba.
De mi distracción, me despertó el masajista que me esperaba bajo el techo cavernícola cargado de estalactitas.
Salí de la piscina tibia, me bajé el bañador y me acomodé en la camilla.
Con el pudor propio del que se sufre en estas situaciones (que un desconocido te vea semi desnuda) me puse a charlar con él. Enseguida sus masajes me hicieron callar. Y menos mal, porque del recato absurdo pase a la mayor de las delicias.
Me untó en aceite y entre las gotas del mejunje, que yo sentí aceitoso, se mezclaron con las gotas que caían sobre mi espalda. Acostumbrada más al salitre me sorprendió el tacto de ungüento.
Solo en ese momento, desperté de la masa melosa que envolvía el ambiente, para preguntarle qué era lo que se desplomaba y me hacia cosquillas.
-Son las gotas que del techo. Tú relájate. Tienes mucha tensión acumulada en el cuello-
Y con aquella respuesta, volví a dejar caer mi cabeza en la camilla.
Cuando terminó mi tiempo de placer, me levanté, volví a los vestuarios y pensé que no tenía por que acabar mi viaje a la Arabia más hermosa que nunca me dio por imaginar.
Seguí subiendo la torre. Encontré el lugar que daba nombre a la casa. La tetería.
Allí, me sirvieron un trozo de pastel de dátil. Imposible olvidar la blandura de un fruto que tiene una semilla tan dura como una roca. Lo acompañé de un té de canela, para poder seguir reviviendo el momento del baño.
Todo me olía a canela, limón y jazmín. Todo me sabía a dátiles. Granada entera se podía ver desde el mirador que tiene el propio edificio en lo más alto.
Durante unas cuantas horas, estuve viviendo como una de aquellas princesas moras de las que se habla en “Los Cuentos de la Alhambra” pero en mi caso, felizmente recluida en una de las torres que adornan esta ciudad.
Una vez en la calle, Granada seguía siendo la ciudad con nombre de fruta, donde me esperaban impacientes, otros cuentos.


Mar Benítez

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