Su padre, gran achuteiga*, le había dicho muchas veces que no se le ocurriera abandonar el risco, en cuyas cuevas era prudente refugiarse. Le había prohibido con energía acercarse a la playa porque hombres extraños, llegados sobre el mar en un gran pájaro blanco, eran muy peligrosos, mucho más que un tibicenas*
Algegüella, tenía sólo diez años, se sabía muy lejos de la fortaleza de los adultos, comprendía las razones de su padre. Sin embargo, desobedeció incapaz de atenuar su curiosidad: algo vivo que le roía por dentro.Un día, cuando el sol le observaba desde arriba, casi le hurtaba la sombra y para mirarlo tenía que doblarse hacia atrás, pidió permiso a su padre para bajar al fondo del barranco, sin alejarse mucho, con el propósito de coger algunos lagartos para la comida del poblado. Explicó que había visto algunos muy grandes, dormidos sobre las piedras recalentadas por el sol.
Al percibir una leve sonrisa en la comisura de la boca de su padre, Algegüella comprendió que tenía el camino libre. Mostró las cuatro piedras para abimbar*que portaba en un saquillo en bandolera, de piel de cabra, y echó a caminar, temiendo que el vuelo de pájaro despavorido que sentía en su pecho, delatara su intención. Enfiló el sendero pedregoso e inestable que serpenteaba desde las cuevas hacia el barranco. De camino recuperó su pértiga de tea, presta desde hacía varias lunas para la ocasión y que había tenido buen cuidado de ocultar entre las zarzamoras en torno a un drago y un gigantesco áloe de bohordo* florido.
Con su pértiga salvaría las escabrosidades del terreno saltando de roca en roca. Avanzaría muy deprisa, pero antes cogería algunos lagartos...
No le costó ni tiempo ni trabajo porque sabía pisar la tierra sin hacer ruido, moverse con cautela y manejar la pedrada con una fuerza, rapidez y eficacia, que a su edad parecía un prodigio.
Su agudeza visual para descubrir un lagarto dormido al sol, casi invisible por su mimetismo con las piedras, admiraba a sus mayores.
Fotografia: Panoramio.com |
Los ocultó bajo un promontorio de fonolitas que el mismo había acumulado poco a poco, para que su padre u otro las trasladara al poblado. Piedras que al golpearlas sonaban. Había hombres que sabían alinearlas en el suelo y hacerlas cantar. Entonces todo el mundo se ponía a danzar.
Algegüella se alejó corriendo, salvando obstáculos, desniveles y fendas. y con su pértiga.
Se detuvo jadeante. Su sombra ya no la tenía bajo los pies pero aún no se había alargado. Le quedaba mucho tiempo antes de que el sol se fuera para abrir las puertas de la noche a la luna. Supo que la playa estaba cerca porque el aire olía a hierbas de mar, se oía el rumor de las olas y el chirriante graznido de las gaviotas. No obstante una barrera de chumberas, cactos, áloes y marañas de plantas espinosas, le impedía comprobarlo. El muro vegetal parecía infranqueable. Buscó de un lado para otro un hueco por donde pasar, pero no lo había. Mirando por espacios abiertos entre el entramado de la vegetación, vio un espacio de dunas con algunas haulagas* sin verdor. La única posibilidad era pasar por encima de una zona de nopales poco crecidos, así que retrocedió, cogió carrerilla y ayudándose con la pértiga lo consiguió.
Gateó con dificultad por la arena inestable de la duna más cercana y alcanzada la cresta, se irguió cautamente sintiendo el corazón en su pecho como si buscara huir por la boca. Un grupo de hombres de baja estatura iba de un lado a otro cogiendo y cargando grandes piedras que, otro grupo apilaba. Le parecía una vivienda, pero muy alta. Iban con el torso al aire, como sus gentes, pero de la cintura para abajo, tenían una piel muy rara. El niño desconocía lo que era un pantalón , más aún la ropa. En su familia todos iban desnudos.
Algegüella se miró las manos, alzó los ojos hacia los hombres y comprendió que había tantos como dos veces sus dedos. Se tendió sobre la arena y reptó hasta el borde de la duna para seguir espiando sin ser visto. Muy cerca de la orilla había uno de esos grandes pájaros de muchas alas, descritos por las grandes personas y de donde salían aquellos hombres tan raros.
A tiro de piedra de su otero, atrajeron su atención una docena de gallinas que cacareaban en un corralillo, improvisado con tiras de hojas de palmera trenzadas, cañas y hojas secas de pitera. Se preguntaba donde habrían encontrado aquellos bichos tan feos que jamás había visto y de los que nadie hablaba.
De tan atónito no vio que un hombre estaba a su espalda, pero se volvió bruscamente a presentir su presencia. Fue demasiado tarde. El hombre le sujeto por la abundante greña gritando en una lengua incomprensible. Cuatro o cinco vinieron en ayuda. Algegüella aullaba de rabia y de miedo. Pataleó, mordió, se retorció, pero le ataron las muñecas y los tobillos y prácticamente en volandas lo llevaron hasta una barca varada y en ella a la nave, custodiado por cuatro marineros que por experiencia ya suponían su destino: esclavo si continuaba su rebeldía, sirviente si aceptaba ser cristianizado, privilegiado si devenía intérprete.
Cuando sonaron los bucios* los hombres amedrentados por aquel sonido sin origen definible, tomaron las armas y revistieron sus armaduras comprendiendo que estaban frente de las consecuencias del secuestro del niño. El mugido había comenzado al amanecer y continuó hasta media mañana
Por la orilla de playa, un grupo de hombres desnudos llegaba a paso ligero gritando, lanzando su inquietante ijiji, grito de guerra. Los ballesteros tensaron sus ballestas. Algunos canarios arrojaron piedras que fallaron el blanco. Si los conquistadores hubiesen sabido que era prácticamente imposible para un nativo errar su objetivo, no habrían reído tanto. Los aborígenes dieron media vuelta en apariencia asustados, lo que envalentonó a sus enemigos y enardecidos, salieron en su persecución sin pensar que dejaban el lugar en desamparo y pagarían su imprudencia con la vida. No sospecharon de la maniobra. Otra cuadrilla de canarios que esperaba oculta tras las dunas, surgió al asalto. Los cuatro hombres de la retaguardia perecieron inmediatamente golpeados con porras de madera endurecidas al fuego. Desdichadamente también fueron víctimas mortales dos enfermos que yacían en el recinto en construcción, acostados en la arena, febriles y sin fuerza. Los canarios destruyeron todo lo que encontraron. A la vez, media docena de guerreros, buenos nadadores, asaltaban la galera. Los cuatro marineros atacados por sorpresa, murieron ensartados por las jabalinas de tea de los exaltados isleños. Algegüella fue liberado. Y todos volvieron en silencio a las cuevas, el padre con el niño en brazos… A lo lejos la nave ardía y se hundía
Al siguiente día, cuando el sol apenas asomaba su redondez en el horizonte, Algegüella se acercó con timidez a su padre que, sentado sobre una piedra, miraba fijamente al suelo, como si viera algo importante entre sus pies. El gran achuteiga lloraba porque sabía que más hombres vendrían del otro lado del mar, que levantarían de nuevo grandes torres de piedra y que de los canarios sólo quedarían recuerdos…
Para consolar a su padre, para hacerse perdonar, Algegüella con mucho tacto habló de los doce grandes lagartos escondidos bajo las piedras, en lugar sombrío y fresco. El achuteiga, sonrió, le dio la mano, y ambos se fueron al barranco. Hacía una mañana espléndida.
Francisco Lezcano Lezcano
Lezcano francisco@hotmail.com
Wikipedia Francisco Lezcano Lezcano
Achuteiga = Guerrero valeroso
Tibicenas = Demonio con apariencia de perro
Abimbar = Apedrear
Haulaga = Vegetal espinoso
Bohordo = Tallo vertical
Bucio = Caracola marina, Tritón.
Gracias a D. Francisco Lezcano Lezcano que ha querido compartir con todos los seguidores de El Secreter este maravilloso cuento. La sencillez y humildad de artistas de la talla de Francisco Lezcano hace que creamos cada día mas en el arte y la necesidad de ser compartido sin pedir nada a cambio. Muchas gracias y disfruten de la fantasia y creatividad de un artista completo, con todas las letras. Un saludo
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