Alguien me contó una vez que…
…El abuelo del abuelo del abuelo de su abuelo, le contó a su padre la historia que hoy voy a contar… Quiero decir que es de hace muchísimo tiempo.
Decía mi abuelo que en un lugar muy, muy lejano, vivía un joven pescador. Lo que más amaba en el mundo era su barco “Margareth” y su trabajo, claro, salir a pescar todos los días. Estar solo con la mar. Hablando con ella, respirando con ella. Sintiendo como la sal le engullía por dentro.
Por desgracia, un mal día, una enorme tormenta zarandeó a Margareth de un lado a otro hasta hundirla en lo más profundo del océano.
Llegó la tarde, le siguió la noche y al rocío de la madrugada todos en la bahía se preguntaban donde estaría el joven pescador. Sin esperanzas le daban por muerto.
Muy mal herido apareció tres días después, semidesnudo y sin saber muy bien que había pasado. Se había salvado de milagro. Solo preguntaba por su barco entre temblores y escalofríos.
- ¿Dónde está mi barco? ¿Dónde está mi barco?
Nadie sabía que responderle, todos conocían el amor que sentía por su viejo cascarón y la desgracia que suponía para él perderlo para siempre.
Estuvo seis días con sus seis noches sin hablar con nadie, casi no comía, las pesadillas le mantenían despierto. Tan solo el doctor tenía su permiso para visitarle.
Pero al séptimo día, sentado en el muelle y mirando a la mar que de un bocado le había arrebatado el alma, ésta empezaba a devolvérsela a trocitos. Una madera por aquí, el pedazo de su timón por allá, una cuaderna, un trozo irreconocible de la popa. Todo, pero a trozos muy maltrechos. Sin embargo para él seguía siendo su barco.
Recogió todos y cada uno de los pedacitos que la mar le devolvía. Los guardaba en el salón de casa. Llorando todas las noches y todos los días delante de aquel montón de madera astillada y húmeda.
Había cambiado de profesión y se dedicaba a ayudar a Jorge, el carpintero de la bahía. Así fue como después de un día agotador decidió hacer una mesa con los restos de Margareth. Se puso a trabajar en ello, tallaba y tallaba. Lo hizo durante cientos de noches. En la bahía comentaban que se había vuelto loco. Se pasaba las horas encerrado dando forma a cada centímetro de madera que tocaban sus manos. A los siete años hubo terminado y sacó su obra a la calle.
¡Un piano!
Un Piano reluciente, hermoso. Nadie en el lugar había visto nunca nada igual. De sus patas sobresalían dos rosas esculpidas con un detalle asombroso. Incluso las espinas pinchaban como las de las rosas de verdad. Otras dos rosas lucían también en la tapa idénticas a las que se dibujaban en la banqueta.
Él juraba y juraba, aunque nunca la enseñó a nadie, que en el interior del piano existía una séptima rosa. Presumiendo que su piano tenía una rosa tatuada en el alma.
Todos quedaron asombrados ante tal maravilla.
Hasta que el tabernero del puerto preguntó. (En todas partes cuecen habas)
-¿Para qué quieres un piano si aquí nadie sabe tocarlo? ¡Mírate! Has estado siete
años fabricando ese trasto. Hasta has envejecido, tu pelo es blanco, tu rostro triste y sin color. Tus manos tiemblan. ¿Para qué quieres un piano?
Rieron a carcajada limpia.
Mientras se mofaban del joven pescador, este se acercó al piano. El tabernero tenía razón. Pero sabía que no era un instrumento cualquiera. Sin preocuparle las risas y las burlas se sentó en el taburete. Abrió la tapa y el piano le sopló en la cara moviendo su flequillo blanquecino.
La brisa del mar asomaba desde el interior dejando el recuerdo de Margareth en el ambiente. Un instante inolvidable.
No pudo evitar que la sonrisa se dibujara en su rostro. Deslizó sus dedos suavemente en las teclas y comenzó a tocar de manera casi imperceptible. Sus vecinos y amigos callaron de inmediato. La música empezó a inundar la bahía. A cada nota le seguía otra. Melodías dulzonas sujetas a la fina cuerda de la nostalgia, como una cometa infantil mecida por el viento. El pescador sin percatarse de su nueva profesión disfrutaba de la creación a parpados cerrados.
No solo sabía tocar el piano sino que no podía dejar de hacerlo. Se sentía cerca de su piano, uno solo. Sus ojos se llenaron de lágrimas que no tardaron en salir. No estaba tocando el piano, era Margareth, él lo sabía y estaba hablando con ella. Estaba hablando con su barco.
Dicen que no paró de tocar el piano hasta el día que murió. Dio conciertos por todo el mundo. Le llamaban “El pescador y el piano de las siete rosas”. ¿Qué siente cuando toca el piano?- le preguntaron una vez y el contestó después de un largo silencio- …Es como navegar.
La historia no termina aquí. El último día que el Pescador y Margareth estuvieron juntos fue en el salón de la música de un vapor de pasajeros. Solo, después de la función, una niña de diez años bajó la escalera al salón, más guiada por la curiosidad infantil que por necesidad. Le había escuchado tocar y al ver el instrumento quedó prendada de las rosas que sobresalían del piano. Mientras el pescador tocaba, la niña acariciaba el piano de parte a parte.
El anciano dejó de tocarlo.
Miró a Hanny.- ¿Quieres tocar?
La niña abrió los ojos y sonrió
-No se tocar.- Dijo avergonzada.
-No hace falta. Margareth es un piano mágico.- susurró con la mano delante de los labios para que nadie les oyera - yo tampoco se tocar.
La niña miró las teclas con curiosidad.
-Si tocas las teclas sale música, no hace falta saber tocarlo.
El pescador le hizo una pequeña demostración. Hanny curiosa tocó una tecla con un dedo. Y la nota encajó perfectamente en la melodía, la nota perfecta en el instante justo.
-Lo ves. Siéntate.- Le dejó sitio y la incorporó a su lado.
La pequeña casi sin querer comenzó a tocar a dúo. Era maravilloso. Un juego simplemente maravilloso. El piano la guiaba en cada nota, en cada susurro.
El pescador dejó de tocar, dejándose llevar por la música que salía de los dedos de Hanny. Un milagro. Un pequeño milagro. No pudo evitar llorar como un niño, como el día que perdió a Margareth en el naufragio. Las lágrimas caían en las teclas. Ya no tenia fuerzas y lo sabía, debía despedirse de Margareth y ese era el mejor regalo que podía hacerle. Sin duda Hanna sabría hablar con ella.
Sin saber como, Hanny se encontró sola delante del piano. Y dicen que no paró de tocarlo nunca. Empezaron a salirle conciertos por todo el mundo. “La niña milagro” la llamaron. Hasta el último día donde simplemente desapareció.
En su lugar y tocando el piano a la perfección Hans, un niño de unos diez años. Y así, el piano de las siete rosas ha recorrido los mejores auditorios de la música acariciado por los mejores pianistas de la historia. Pianistas que solo una vez en su vida reconocían que no sabían tocar el piano. Siempre justo en el momento de la despedida.
Hoy día el piano existe. Los que lo han podido disfrutar de él dicen que es mágico. Y que se puede escuchar el sonido del mar mientras la melodía sale de sus entrañas. Ya no pisa los grandes salones. Pero sus notas nacen de la séptima rosa como el primer día.
Margareth se ha convertido en la octava maravilla del mundo y muchos la han buscado para gozar de su música y convertirse en leyenda.
Si alguien algún día te invita a tocar el piano, hazlo, aunque no sepas.
Marcos Machín Huguet
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