jueves, 29 de marzo de 2012

Kilometro 0...

“Au chien qui fume” ó si lo prefieren “El perro que fuma”

Hace como unos 27 años, emprendí vuelo rumbo París.
Con 24 años (ya pueden sacar las cuentas) y un montón de nervios en el estomago, salí por primera vez de la isla, yo solita, con un francés más que suficiente, para lo que yo lo quería. ¡Conquistar a La Tour Eiffel!
Qué decepción me llevé, cuando me coloco bajo sus faldas y mirando con desilusión aquella masa de hierro, que sigue siendo solo eso, una masa de hierro. Afortunadamente, no todo fue desencanto.
Y de eso les hablo hoy, del descubrimiento simpático y agraciado de los restaurantes franceses.
“Au chien qui fume” es un restaurante de los que cultivan el encanto.
Todavía no he explicado, qué hacía yo aprendiendo la lengua de los gabachos.
Con 24 años, ya rozas el límite de edad para poder trabajar de “fille ouper”. Con esa excusa la de trabajar cuidando niños, viajar, ver mundo, conocerlo, aprender otra lengua y convivir con gentes de otras culturas, para mí es sin duda, la mejor de las experiencia para balbucear una lengua, que no es la materna.
La familia con la que yo, no solo trabajaba si no que también compartía casa, mesa y mantel, habían organizado un fin de semana en una casa familiar, a las afueras de Versalles.
No estoy segura del nombre exacto, del bosque donde pasaríamos las mini vacaciones. Algo así como San Cristof, San Alejandro o San Joseph. Sé que era un santo, pero no recuerdo su jurisdicción.
Lo que si recuerdo es que la casona ¡era de película! Con sus armaduras y pasadizos secretos. Camas altas y cubiertas con colchas de terciopelo rojo. Cuadros donde figuraban personajes a cual más feo y amorfo. Ya les digo, una ¡pasada de refugio del siglo…! No sé cuantito. Se veía que años tenía unos cuantos.
Devuelta el domingo a San Cloud (vivíamos a las afueras de París) Hicimos una parada para almorzar, en el mismo corazón de Versailles.
Yo estaba encantada, solo faltaba que me salieran Los Tres Mosqueteros por cualquiera de los rincones de tan atractivo lugar.

-“El perro que fuma” María, este restaurante se llama “El perro que fuma” y ya veras por qué-
La mamá de los niños a los que yo cuidaba, me advertía de que algo muy curioso iba a ocurrir delante de mis narices.
Véronique Gouda (que así se llamaba la señora de la casa) además de guapa y lista, tenía un gusto exquisito a la hora de elegir los restaurantes.
Véronique trabajaba en el Museo de Artes Decorativas de Paris, ¡y hay que ver! que buen ojo tenía para saber si un cuadro era bueno o malo.
Nos sentamos cerca de un ventanal que daba a la calle. No había clientes y el ambiente era muy agradable.
En lo que nos traían el almuerzo, yo me levante y recorrí de forma circular el restaurante. Todas sus paredes estaban llenas de retratos de personajes populares. No necesariamente tenían que ser franceses, también habían muchos personajes políticos del extranjero.
Lo curioso del caso, es que las caras de estas gentes, no eran humanas, sencillamente eran personajes famosos con hocicos de perros.
¡Un cosa maravillosa! El hocicar que se me quedó grabado en la memoria, fue el retrato canino de Mijail Gorbachof.
¡Qué lugar más campechano! Dentro de la rigidez propia de los países fríos, aquello fue un relajo.
Mi ignorancia y yo, no sabíamos que pedir para comer, así que deje que ella lo hiciera por nosotras. Calamares con guarnición de papas. Tampoco es que se matara en la elección. Supongo que pensó que había sido suficientemente amable con llevarme a un restaurante elegante, como para que también tener que sorprenderme con un plato de la “nouvelle cousine”.
Yo tenía tanta hambre, que me comí hasta el perejil que adornaba tan fino manjar. Me dio igual, superé con creces las risas que se formaron en mi entorno por no haber dejado la fina hierba en un rincón, junto a la cubertería.
“Au chien qui fume” se instalo en Paris, en el año 1780. El de Versalles, fue fundado en 1839. Yo pensaba que solo había uno, pero después de tantos años descubro que no, que hay unos cuantos repartidos por todo el país.
No pierdo la esperanza, de volver a visitar tan bonito lugar. Hasta podría pedir los mismos calamares que tanta risa generó en aquella familia, llena de notas culturales.
Aquel almuerzo, el fin de semana, y la belleza del campo francés, convirtieron mi estancia en tan refinado país, muy a pesar de ellos, en una experiencia, inolvidable.

Mar Benítez

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