Andaba el niño chico en sus juegos. Quería tocar la tontera de sintonía, que sonaba todos los sábados en la mañana, cuando su madre prendía el transistor.
Apenas levantaba dos palmos del suelo, y ya quería silbar el clarinete en la banda municipal.
Que cosa tan difícil de creer, mamá peluquera, su papá taxista y el pequeñito, quería tocar en una orquesta.
-¿A quién salio tremenda rana? ¡Eres como un esqueleto rumbero!
Todos se lo preguntaban en la casa, pero él ¡ni caso! Sordera a la familia y buen juicio para la música, es lo que pensaba el muchachito.
-¡Besar al instrumento de viento es lo quiero!-
Reclamaba prendido de fuego por encima de las palabras de sus padres.
Se prometió así mismo que llegaría a ser tan alto, que no habría mano en la faz de la tierra que pudiera sujetar por el pescuezo.
Sin prejuicios y falto de poder, el crío bajito quiso hacerles ver que no era tan raro querer ser músico además de enano. Que su cuerpo no guardara equilibrio con su cabeza, no le daba derecho a nadie a querer zanjarle su camino.
-¡A un circo es donde te vamos a llevar! ¡Muchacho descosido!-
Lastimosa situación y difícil de controlar, cuando uno no llegas a un nivel de estupidez tan alto, como lo es la estupidez humana. Sus papás le sacaban el sable a la menor oportunidad. Pero esto no hizo que se llenara de cobardía.
El diminuto se hizo grande. Creció, se alargo, se estiro, se dilato como planta de maíz bajo el sol, pero no por fuera, si no más bien por los adentros. Su autoestima crecía a la misma velocidad que crecen las claras de huevo para convertirse en espumoso merengue.
Haciendo oídos sordos a los mensajes nocivos que le llovían desde su propio terreno, se lanzó a la calle, de la calle a la banda, de la banda al país, y de ese país a otro, hasta que llego al lugar más alto que se puede alcanzar en una orquesta.
¿Qué cual es ese lugar? No se me ofendan, pero yo los hacia más inteligentes. ¡Pues está claro! La esfera donde todo buen músico quiere alcanzar …El atril del director.
La Puerta Blanca
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