lunes, 23 de julio de 2012

3º Premio I Certamen Literario El Secreter

Qué quieres que te cuente… El reloj de la sala marcaba las doce en punto de la noche. El tópico de la hora mágica, la hora de las brujas, de los duendes, de las hadas buenas y malas, de todos los seres que viven en nuestra imaginación y que ansiamos que vivan en nuestra realidad o, mejor dicho, que nos saquen de ella. Las doce campanadas sonaron lentas, pausadas y solemnes, los doce sonidos que son el final o el comienzo de todo, el momento de la fiesta y la alegría o de la más terrible de las soledades. Ésta es la soledad que abrumaba a Laia, que la aterraba y la hacía temblar.
 Pero es pronto para desvelar lo que le ocurría; debemos remontarnos dos años atrás.
Laia vivía feliz y tranquila en un pequeño pueblo; sus días transcurrían apaciblemente entre su trabajo como escritora, su familia y sus amigos. Durante años vivió en una gran ciudad, pero poco a poco lo que para ella eran emociones y novedades de recién llegada se convirtieron en incertidumbres y miedos, así que se fue convenciendo de que viviría mejor en el campo, de que el sosiego y la calma invadirían su alma y de que su pánico disminuiría.
 Y así fue hasta esas terribles doce campanadas. En el mismo momento en que Laia las escuchó, supo que moriría mientras dormía en un corto plazo de tiempo. El miedo volvió a apoderarse de ella como nunca. Y se propuso lo impensable: no volvería a dormir jamás. Renunciaría a sus sueños y a sus pesadillas, al descanso saludable, al íntimo momento de irse a dormir y al placentero despertar después de un sueño reparador. Su vida se convertiría en un tiempo continuo, un día eterno sin interrupciones, una lucha contra el reloj, contra sí misma y contra el mundo.
 Pero ella no comprendía el alcance que tenía lo que acababa de decidir, ni el sufrimiento al que se iba a someter a sí misma. Segundo tras segundo, minuto, hora tras hora, un solo pensamiento le obsesionaría e invadiría todos sus actos: el poder vencer al sueño. No habría método que funcionara para una tarea desorbitada, todo aquello minaría gradualmente su salud y su mente. Además había algo que a Laia no se le había ocurrido pensar ¿Cuándo acabaría todo? ¿Cuándo se supondría que el acecho de la muerte estaría lejos de ella? ¿Cuándo podría dormir?
En realidad, en lo que se convirtió su vida fue en una interminable pesadilla, en una renuncia a lo más bello de este mundo: los sueños. Luchó y luchó contra el sueño que acechaba con vencer a sus derrotados ojos y a su decaído espíritu y su lucha fue inútil. La muerte venció y Laia murió despierta, consciente de que moría y de que todo ese tiempo carente de sueños no había merecido la pena, aunque murió con el consuelo de entregarse a un dulce sueño eterno.


                                                                                                            Jimena Mañueco

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