jueves, 3 de octubre de 2013

Meta

Fotografia: Roodney
Me rodeaban. No importaba dónde fijase mi mirada estaban allí, mostrándome sus dentaduras, todas sorprendentemente iguales, como si fuesen una sola replicada en una galería infinita de espejos. Aunque el hormigueo que me subía vientre arriba me impulsaba a emprender una huída hacia adelante, las palabras de mi madre resonaban en mi cabeza: “Cuando huelen el miedo son despiadados”. Sí, tenía miedo, miedo a que la meta, tan al alcance de la mano, se desvaneciese en el aire en el último segundo, dejándome de nuevo a la merced de aquellos cadáveres blanqueados, algunos de los cuales tan bien había llegado a conocer. Así que en un ejercicio de autocontrol obligué a mis piernas a avanzar despacio, mucho más de lo que hubiera querido, pues era consciente de que una carrera alocada estaba fuera de lugar y podría desatar una reacción en cadena de la que luego no serviría de nada arrepentirse.
Habría dado cualquier cosa por un sorbo de agua: la lengua reseca parecía pegárseme al paladar y sentía la tirantez de los labios, como prestos a agrietarse en cualquier momento. En un intento de abstraerme de la sed que me torturaba me imaginé por un momento en la mansión, acodada en el alféizar de uno de los enormes ventanales, con un Tom Collins helado en la mano mientras contemplaba la puesta de sol sobre la bahía, y aquello tuvo la virtud de tranquilizarme un poco. Mi avance, aunque lento, se volvió más decidido, y fijé la vista al frente. Una vez que llegase al final de aquel pasillo estaría a salvo.
Él me miraba embobado, con la baba reseca acumulada en las comisuras, y me tendía la mano. Cuando sentí su frialdad entre la manicura perfecta de mis dedos, supe con certeza que todo había merecido la pena: las horas de quirófano, el dolor entre algodones manchados de sangre, el peregrinaje por cuerpos repulsivos y decrépitos hasta llegar al suyo, las vejaciones inconfesables pero tan bien pagadas, las arcadas tras una sesión de sexo en un hotel de siete estrellas. 
Hoy el traje de novia lucía su esplendor de carísimo merengue sobre mi cuerpo rigurosamente esculpido por los cirujanos, y el cura, en el altar, se disponía a unirme en sacrosanto matrimonio con el mayor emporio hotelero de todo el continente.
 Sí, quiero, claro que quiero, ¿cómo no iba a querer?
                                                                                                          Karthaginis

* 1ª Finalista del II Certamen Literario El Secreter

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