viernes, 23 de marzo de 2012

Con los platos abiertos



Rapaduras. Comida de pobres

Mi madre nos contaba, que ella de pequeña esperaba a que la abuela terminara de guisar la leche, para pegarse al caldero y comerse los restos del líquido blanco, que se quedaba pegado en la orilla de la cacerola ya requemado y falto de sabor. Con este alimento, saciaba el hambre que en los años de la posguerra, habitaba en los estómagos de todo el país.
La “Rapadura” tan popular en La Palma, no era un producto exclusivo de esta isla. Se chupaban en todo el archipiélago, solo que en la actualidad, es ella, la única que las sigue comercializando.
Aquí, en las afortunadas, somos de paladar extremo. O muy picante (vease el Mojo Palmero y su mal llamada Pimienta de La puta La Madre) o nos decantamos por sabores extremadamente dulces (ron-miel, bienmesabe, etc.)
Miel, gofio y azúcar, mezcolanza ideal para hacerse un criadero de caries.
De forma cónica, pequeña en su mayoría, marrón en su origen y coloreada en su época más moderna, las “Rapaduras”, pasaron de ser un saciante del hambre, a un antojo infantil como lo pudieran ser hoy en día los chupachups.
No están en mi dieta, pero eso no quita que estéticamente y como historia culinaria de la tierra que me vio nacer (que diría estrofa popular), no las quiera a mi lado. ¡Las adoro!
Cuando trabajaba de cara al turista, no había cosa que me gustara más, que explicarle al visitante, como se hace una pella de gofio y como fue el nacimiento de “Las Rapaduras”.  Son parte de la dulcería más atractiva de la cocina Canaria. ¿Cómo no iba a pasármelo bien hablando de algo que sostiene viva mi memoria?
Envueltas en papel celofán, se presenta este dulce que si no llega a ser hechicero al gusto, si lo es a la vista.
Recuerdo tierno de generaciones que clamaban al cielo, un pizco de algo para llenar el vacío, que una guerra absurda (como todas) dejó huellas de miserias, que parece ser, hay algunos a los que todavía, no les conviene recordar.

Mar Benítez

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