jueves, 28 de junio de 2012

La mujer que escribía en un coche

Cada mañana apoyaba la espalda en el skay ajado de la puerta del conductor. Sus pies albinos con un leve toque de color en las uñas, encontraban reposo y apoyo en el cuadrilátero de la palanca de cambio. Así, cada mañana, la mujer desconocida lanzaba al viento su roja trenza, a través del poco delicado cristal de la puerta.
Mirando a no se sabe dónde, aquella mujer , escribía mientras esperaba. Los rayos, caprichosos, iluminaban sus dedos, dejando entrever la delicada pedicura de los fines de semana. El bolígrafo, objeto cotidiano y vulgar, viajaba sinuosamente de izquierda a derecha.
Todas las mañanas lo mismo, escribía, escribía. Por momentos, me imaginaba el peregrinar de las letras, el viaje nómada de las palabras en grupo, viajando de coche en coche, mostrando la visa de la intelectualidad, del ensoñamiento, de la pasión, de la vergüenza. Cada aduana, vigilada a veces por la cordura y ,otras, por el sinsentido mas coherente, subía y bajaba la baliza con el ritmo atronador del rasgar del bolígrafo en el papel. ¿Por qué en un coche? Incómodo, impersonal, falto de los perfumes de la creación. ¿Por qué debajo de mi ventana? Banal, vulgar, municipal, nada evocador. Después de muchos días, empecé a verla con otro prisma, con otros ojos. Ya no me preguntaba, solo miraba. Sus manos, su pelo, su modo de acomodarse en aquel asiento, que inerte, no sentía el crear , en sus fibras sintéticas, vulgares, nada de otro mundo.
Pasaron los días. Mas preguntas venían a mi cabeza, ¿por qué acudía día tras día a mi ventana a observarla? ¿Por qué hacía el mismo ritual: despertador, ducha, café, croissant, fruta, plato, silla y ella a través de mi ventana?
Infantiles pensamientos acudieron, sin el mínimo pudor, a mi cabeza: estas enamorándote. Pero de la misma manera que inundaban las neuronas, que aun quedaban dormidas, salían escopeteadas por la coherencia y sensatez que vigilaba, desde muy temprano, a las neuronas que al tin tin insoportable del despertador, acompañaban cada uno de mis actos.
Solo había una respuesta: era testigo de uno de los momentos mas sublimes del ser humano, la creación. Cada mañana, la mujer que escribía en un cohce, me regalaba sus musas, su inspiración, me dejaba entrar en sus momentos de duda, de rencor, de pasión , de olvido y frustración. ¿Hay mejor plan que ese? Lo dudo. Nunca me interesó quién era; qué hacía debajo de mi ventana; a quién esperaba; si estaba casada o soltera, solo sabía que en aquellas letras que día tras día anotaba en su cuaderno, mi mirada estaba presente. Había sido testigo del nacimiento de su obra, de su criatura hecha letras. Por un instante, fantaseé, con la idea de que esa mujer era la fantasía de un lector, la presencia física de lo intelectual desde muy temprano.
Pero un buen día, cerca de las 8, sonaba el despertador; se oía el agua caer, descontroladamente, por la alcachofa del baño; se olía el café y el arrastrar de una silla, el tintineo de la vajilla y luego, silencio. No estaba.
Simplemente, vacío. No había coche, ni mujer, ni trenza, ni bolígrafo, ni comitiva nómada entrando por la ventana. No había palabras, ni carácteres. No había creación.
Los días se convirtieron en semanas, y éstas en meses. Nunca nadie mas se apostó debajo de mi ventana a crear. Si, a escupir, a manchar, a blasfemar, a llorar, a gritar, a mear. Otro tipo de creación que no me llenaba el alma.
Así que un buen día dejé de oír el tin tin de mi despertador, y el caer descontrolado del agua por la alcachofa de mi baño. Dejé de oler el café matutino y el tintineo de la vajilla. La silla no se movió de su lugar y mi existencia siguió, como antes de que apareceriera ella, vacia.

©Lola Tabernas

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