Como cada mañana Dunia, desplazaba su cansada y joven mano sobre el despertador. Desde que aquello, que todos llamaban matrimonio, empezó a decaer y sobrevivía en la rutina, Dunia, iniciaba la mañana mirando a su alrededor, y confirmando que nada había cambiado.
Siete, ocho y nueve. Con la última mini campanada del mini cuco del salón, caía Dunia en una de las sillas de la cocina que años antes, cubría con plástico. Caía el coletero que, estratégicamente, colocaba al lado del despertador, para esconder lo que le quedaba de mujer, su negra y atractiva melena, ante los ojos del que la veía calva.
Apoyando la espalda en la puerta, apenas dos vueltas a la llave. Cerrada. Puso agua al fuego, calculó el tiempo para darse una ducha. El cuarto de baño se impregnó en unos minutos del olor a vainilla y toffee del gel que había comprado meses atrás.
Le encantaba viajar por su cuerpo, recorrerlo. Sus pies decorados con el rouge de sus uñas elegantes y seductoras, le incitaba a mirarse una y otra vez. En frente del plato de ducha, hace meses colocó, estratégicamente, un espejo, en teoría para poder verse la ropa, en la práctica su propio voyeurismo. Necesitaba estar mojada, sentirse impregnada por el gel y sentir que el agua fría había hecho su función, ponerle los pechos como a ella le gustaban, duros.
Enjuagada, llena de espuma, su melena suelta, mojada y adherida a la espalda, cayendo sin pudor sobre uno de los pechos, era la imagen que quería ver. Abrió la mampara y allí estaba, virgen, mojada, deseada, deseosa, mujer, bella, desaprovechada, ardiente y poderosa. Le gustaban las curvas de su culo, las nalgas apretadas al frio de los azulejos, sus pechos improvisadas cascadas para el agua que brotaba libre llena de olor, de su melena. Tras quitarse los restos de gel y champú, el aceite con extractos de canela, corría por sus pechos, caía, elegantemente, hacia su ombligo, pequeño y hermoso.
Sus manos delgadas, elegantes lo distribuían despacio, con un ritmo constante, circular por los pechos; del centro para atrás en el estomago; de abajo para arriba en la nalgas y piernas. Ese cuerpo maduro, apetecible, impregnado en aceites del paraíso, se mostraba salvaje e insaciable ante el espejo, compañero de sus fantasías. La toalla golpeaba suavemente el cuerpo de Dunia. Ante el espejo mundano, el de todos los días, el de su marido e hijos, el de afeitarse, el de los granos, el que se limpia, el que se escupe, Dunia se ponía sus cremas. Repasaba sus marcas gestuales, sus cejas, su boca.
De repente la tetera comenzó a silbar. Se enfundó el pijama de las mañanas, el que la excitaba. Un conjunto de corte antiguo, tipo hombre, camisa abotonada, y cordón ajustador en el pantalón. Sobrio, sencillo, pero ideal para su cometido. Vertió el agua en su taza de infusiones, aquella que compró en su primer y último viaje como pareja. Se sentó en el sillón que era de su padre, donde leía, frente a la ventana que daba a la calle, a la principal. El pelo, aunque húmedo, ya estaba en condiciones de secarse al aire, solo. Dejó la taza en el fregadero, abrió uno de los armarios de la cocina y comenzó a retirar los frascos, se inclinó, alargó el brazo para alcanzar mejor su pequeño vicio, insinuando la curvatura de sus nalgas, perfectas y duras.
En la intimidad del cuarto de piletas, Dunia, apoyada en la lavadora, encendía su cigarro de todas las mañanas. Se colocó el pelo, la camisa del pijama media abierta, por donde se dejaba ver los bordes de sus turgentes pechos. El pantalón encajado en la cadera, arrastraba en el suelo, apenas dejaba entrever sus elegantes uñas. Poco a poco se acercaba al respiradero del cuarto que daba a un patio interior. Una ventana con persianas entreabiertas. Nadie la podía ver, sentía el temor de ser cazada y la excitaba a medida que se acercaba al contacto con el mosquitero, una tela que se había colocado para que nada pudiera entrar por las rendijas de la persiana. Por cada paso que daba, la calada, la volvía más salvaje y poderosa. Por cada calada, un botón se desprendía de la opresión del ojal. Por cada botón liberado, el pecho se asomaba, quedándose tímido al borde de la camisa del pijama. Ya cerca, muy cerca de la zona de no retorno, donde alguien la pudiera ver, Dunia, aligeró el ajustador del pantalón y lo dejó caer. Allí estaba la mujer. Hermosa, débil, inocente, tierna y temblorosa, pero sobre todo, caliente. Necesitaba sentir placer, rozando el peligro de ser vista y ser declarada una mala mujer. Lo necesitaba. Poco a poco, sus pechos cada vez más duros, se acercaban a la frialdad de la tela, los apretaba, tan delicadamente, sintiendo la fricción en sus pezones. Su mano se deslizaba por su pelo, por esa melena que él no sabía tocar. Y justo en ese momento, como cada día olvidaba quien era, lo que tenía, lo que odiaba y quería.
‘D’ de Will Santillo (2011). TASCHEN |
Olvidaba a quién amaba, odiaba y ansiaba. Agarrada a la ventana, prácticamente sobre la tela, sus dedos, consoladores domésticos, que la llevaban a lo más profundo de su clímax, entraban y salían , primero despacio y luego desatados. Su pelo se confundía y enredaba con la lengua, esa que escupía, que lamía sus dedos después del arduo trabajo.
Cuando el clímax no podía ser mayor, corrió desnuda, hacia el baño. Abrió el agua caliente y frente al espejo de las orgías matutinas, Dunia se masturbaba, como nunca, como siempre. El vaho inundaba cada rincón del baño, acariciando, sin quererlo, el cuerpo mojado y tembloroso de Dunia. Sentada, se contemplaba abierta, con los pies en punta. Un bello animal, jadeante que la incitaba a todo menos a la cordura. Se acariciaba, se miraba y se buscaba, lentamente, disfrutando, exigiéndose, córrete, córrete, CÓRRETE, CÓRRETEEEE¡¡¡¡
Como cada mañana Dunia, desplazaba su cansada y joven mano sobre el despertador…
©Lola Tabernas * Texto presentado al Concurso Literario Erótico de La Fragua del Trovador.
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