Yo, la niña más optimista del planeta, la más segura de conseguir siempre sus propósitos, empezaba a resignarme ante la idea de que, lo más cercana que estaría en mi vida de un hámster sería visitando la casa de mi vecina.
Y entonces, a punto ya de abandonar mi personal cruzada, di por fin con una idea magistral: LA IDEA, la buena, la definitiva.Se trataba, ni más ni menos, de una sencilla y evidente ocurrencia. Tan evidente que no podía creer que no se me hubiera ocurrido antes porque, por supuesto, no era la primera vez que la utilizaba: el chantaje. Era el arma perfecta, y sin duda me llevaría a conseguir mi propósito.
Pero esta vez la situación requería de mayor suspicacia y destreza por mi parte. El enemigo se había mostrado firme y resistente. Mi artimaña no funcionaría si se me volvía a ver el plumero. Tenía que ser inteligente. Debía maquillar mis propósitos o mi estratagema fracasaría de nuevo.
Así pues, decidí presentar a mis padres la compra del hámster como algo que no sólo me reportaría beneficios a mí, sino que la familia también sacaría partido de ello.
Empecé exponiendo mis nuevos razonamientos a mi padre (que, a pesar del último descalabro, seguía pareciéndome mucho más fácil de convencer). "Entiendo -le dije- que vosotros hacéis un grandísimo esfuerzo permitiendo que un hámster entre en casa. No os gustan los animales, y no vivimos en el campo, así que he pensado que yo también debería poner algo de mi parte ".
Les propuse entonces convertirme, ni más ni menos, que en la hija perfecta: recogería mis cosas sin rechistar, ayudaría en las labores de casa, no contestaría nunca jamás, estudiaría como una loca todos los días de mi vida... y a cambio, ellos sólo tendrían que comprarme un pequeño hámster. Era un trato altamente rentable para ellos, y que, sin lugar a duda, no podrían rechazar.
Mis padres se miraron, esperaron unos segundos antes de echarse a reír a carcajada limpia y sin titubear, los dos respondieron a coro: "esas siempre han sido y seguirán siendo tus obligaciones, con o sin hámster".
Un argumento, para mi desgracia, poderoso e incontestable.
La tristeza empezó a invadirme en ese mismo momento. Ya no había nada más, no quedaban más caminos, ni más recursos, ni más estrategias. Estaba vencida. Nunca tendría mi hámster. Me di la media vuelta y, humillada, me encerré en mi habitación para llorar mi desgracia.
Pero no terminaba aquí mi infortunio. Para rematar faena, días después cenamos en una conocida cadena de comida rápida, y al abrir el regalito que traía mi menú infantil, el cachondeo de mis padres fue espectacular: el juguetito era un hámster de imitación, protagonista del Zhu-zhu Pet, un entretenimiento de moda. !Bochornoso¡ De entre todos los regalos del mundo, tenía que ser precisamente un hámster de juguete el que tocara esa semana. A mi madre se lo habían puesto en bandeja: ¿no querías hámster? ¡Pues hale, ya tienes uno! Y ahí que me fui yo para casa con el peluchito de pega entre manos.
(Continuará)
Belén Naya
Así nos hacemos mayores tratando de conseguir lo que nos proponemos.
ResponderEliminarholaaaaaaa
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