Inexorable
La ciudad despertó, lentamente, con legañas
en las ventanas. Sus habitantes tardaron un poco más en bajar de la cama y lo
hicieron con la típica crisis de cerebro matutina. Todo parecía correctamente
cotidiano y habría sido un día más sin
pena ni gloria, de no ser que uno de ellos, Pablo, sintiera un sobresaltado despertar,
aquella brumosa mañana con el alma más turbia
que el aire. Su vida, con un enorme vacío interior, parecía una sima enigmática.
«¿Quién soy yo?». Un susurro, un aliento cercano le decía: «Tú eres nadie». Siempre,
en situaciones equivocas que su voluntad era incapaz de controlar, surgían pensamientos
recurrentes de orfandad. Los percibía cuando alguien valioso y querido le iba a
abandonar y nada podía hacer por evitarlo. Era una sensación parecida a la angustia
de intentar retener el agua en las manos; irremediablemente se perdía entre los
dedos.
Perseguía
un salto estacional que, eludiendo el verano, le situara en otoño para acomodar
la estación a su momento anímico. Para Pablo,
ya era otoño y la primavera lo consentía haciéndose otoñal, presagio de algo
triste y sin enmienda. Sabía que era nadie y nadie podía remediar un suceso si
además era inevitable. Pensaba en el verdadero
aliado que iba a perder por dejadez, por haberle sometido en las cotidianas
batallas, a traumáticos esfuerzos, sin haberse preocupado de repartirlos entre todos los iguales. Al
principio, al frente de cada acción violenta
y desgarradora, su aliado, como había crecido algo más y sobresalía entre todos,
se iba acomodando detrás, en el interior; no había sitio y prefería ceder el
protagonismo, pero sin arrugarse en las luchas cotidianas. Con el tiempo, fue situándose
en segunda fila como si quisiera pasar inadvertido, aunque aumentara su trauma
que nunca Pablo percibió. Como sabía el final retiraba la mirada. Pablo, con disimulo, le observaba a través del espejo para saber que permanecía en su sitio.
Allí estaba de blanco, cifrado, firme aliado desde su lejana infancia, atento a
sus risas, fijado a Pablo y trabajando duramente para él.
¿Sumisión,
esclavitud? No, simbiosis.
No pudo ser. Alguien que lo conocía muy
bien, maniobrando arteramente, lo arrancó de Pablo una mañana de abril de esa
fatídica primavera otoñal, dejándole una sonrisa almenada y un vacío horroroso
e irreparable. Le abandonó sin un reproche, sin una lágrima, sin pedirle nada, sin
mirarle y sobre todo, lo que más le agradeció; que se fuera sin causarle el
inmenso dolor que había presentido.
Todas las noches, Pablo, lo esconde bajo su
almohada, esperando ilusionado a que el Ratoncito Pérez le reponga los 100 €
que, por exodoncia del incisivo 23, le sopló el doctor Benjamín.
Carolina Baeza
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