martes, 18 de noviembre de 2014

Finalista del III Certamen Literario El Secreter



 
Foto tomada de Kaleidostoni.blogspot.com
                     Inexorable 
 
La ciudad despertó, lentamente, con legañas en las ventanas. Sus habitantes tardaron un poco más en bajar de la cama y lo hicieron con la típica crisis de cerebro matutina. Todo parecía correctamente cotidiano y habría sido un día más  sin pena ni gloria, de no ser que uno de ellos, Pablo, sintiera un sobresaltado despertar, aquella brumosa mañana  con el alma más turbia que el aire. Su vida, con un enorme vacío interior, parecía una sima enigmática. «¿Quién soy yo?». Un susurro, un aliento cercano le decía: «Tú eres nadie». Siempre, en situaciones equivocas que su voluntad era incapaz de controlar, surgían pensamientos recurrentes de orfandad. Los percibía cuando alguien valioso y querido le iba a abandonar y nada podía hacer por evitarlo. Era una sensación parecida a la angustia de intentar retener el agua en las manos; irremediablemente se perdía entre los dedos.
      Perseguía un salto estacional que, eludiendo el verano, le situara en otoño para acomodar la  estación a su momento anímico. Para Pablo, ya era otoño y la primavera lo consentía haciéndose otoñal, presagio de algo triste y sin enmienda. Sabía que era nadie y nadie podía remediar un suceso si además era inevitable.  Pensaba en el verdadero aliado que iba a perder por dejadez, por haberle sometido en las cotidianas batallas, a traumáticos esfuerzos, sin haberse preocupado de  repartirlos entre todos los iguales. Al principio, al frente de cada acción  violenta y desgarradora, su aliado, como había crecido algo más y sobresalía entre todos, se iba acomodando detrás, en el interior; no había sitio y prefería ceder el protagonismo, pero sin arrugarse en las luchas cotidianas. Con el tiempo, fue situándose en segunda fila como si quisiera pasar inadvertido, aunque aumentara su trauma que nunca Pablo percibió. Como sabía el final retiraba la mirada. Pablo,  con disimulo, le observaba a través del  espejo para saber que permanecía en su sitio. Allí estaba de blanco, cifrado, firme aliado desde su lejana infancia, atento a sus risas, fijado a Pablo y trabajando duramente para él.       
     ¿Sumisión,  esclavitud? No, simbiosis.
      No pudo ser. Alguien que lo conocía muy bien, maniobrando arteramente, lo arrancó de Pablo una mañana de abril de esa fatídica primavera otoñal, dejándole una sonrisa almenada y un vacío horroroso e irreparable. Le abandonó sin un reproche, sin una lágrima, sin pedirle nada, sin mirarle y sobre todo, lo que más le agradeció; que se fuera sin causarle el inmenso dolor que había presentido.
     Todas las noches, Pablo, lo esconde bajo su almohada, esperando ilusionado a que el Ratoncito Pérez le reponga los 100 € que, por exodoncia del incisivo 23, le sopló el doctor Benjamín.

                                                                                                                  Carolina Baeza 



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