sábado, 1 de noviembre de 2014

Ganador del III Certamen Literario El Secreter



                         Cuando cae la noche

            La ciudad despertó, lentamente, con legañas en las ventanas. Sus habitantes tardaron un poco mas en bajar de la cama y lo hicieron con la típica crisis de cerebro matutina. Todo parecía correctamente cotidiano y habría sido un día mas, sin pena ni gloria, de no ser porque seguía siendo de noche. Adolfo Ruiz se levantó al oír las señales horarias de las once de la mañana. Se había quedado dormido con la radio puesta, como siempre que le atosigaba el insomnio y la tele solo ofrecía una macedonia de insoportables teletiendas y amañados concursos con presentadoras de imprudentes escotes y oralidad difusa. Se llevó el transistor al baño y fue masticando la noticia mientras hacía sus abluciones matutinas: hoy, en Burgos, el sol no ha salido, decían. Los contertulios intercambiaban explicaciones peregrinas -la culpa era de las tormentas solares o se trataba sin duda de un castigo divino y tal vez merecido- mientras que el moderador hacía hincapié en que de momento convenía llamarlo eclipse a falta de una palabra mejor. 
Después de desayunar Adolfo levantó la persiana del salón y miró fuera. La calle Victoria parecía desierta a la escasa luz de las farolas que el ayuntamiento había tenido la prudencia de encender otra vez. La casa le olía especialmente mal esa mañana así que abrió las ventanas y sintió un viento fresco que le revolvió el pelo y se le metió por los ojos y las orejas. “Quizá vaya siendo hora de que los burgaleses se arrepientan de sus pecados”, decía el curra párroco del Gamonal ante el asombro de sus compañeros de mesa, una astrónoma y un politólogo metido a científico de ocasión. Con las noticias del medio día Adolfo se enteró de que se estaban dando los primeros casos de saqueo. Muchos comercios no habían abierto sus puertas y la gente, histérica, la había emprendido a pedradas contra los escaparates para aprovisionarse de agua, de arroz y de pan de molde. Además, el gobierno estaba valorando aplicar un estado de excepción en la capital y en la comarca colindante -el eclipse se alargaba unos 130 kilómetros a la redonda y afectaba a pueblos como Tardajos, Villalbilla o Rubena-. Adolfo pensó que ese ambiente enrarecido podría ayudarle a solventar su pequeño problema doméstico. 
Un ingeniero explicaba cuánto podía incrementarse la factura de la luz de los ciudadanos burgaleses por culpa de esa excesiva noche prolongada. Adolfo abrió la despensa y miró las cuatro bolsas de basura. Ahí dentro el olor era casi insoportable así que cogió una mascarilla de papel del cuarto de baño y se la colocó. Levantó las bolsas en orden y valoró sus posibilidades. Aunque le parecían más ligeras que seis días atrás, no se veía capaz de transportarlas todas a la vez, tendría que dar por lo menos dos viajes. 
En la radio una enviada especial hablaba de varias explosiones de origen desconocido en el suroeste de la ciudad, más allá del parque del Parral. En una nota de prensa el ayuntamiento de la ciudad instaba a los habitantes a permanecer en sus casas por motivos de seguridad. Llamaron a la puerta. Adolfo se quitó la mascarilla y fue a abrir. Era Laura, su vecina del cuarto C. Le explicó que en el barrio se estaba organizando una patrulla vecinal para proteger sus posesiones de los intrusos. Le dijo que contaban con él. Adolfo le prometió que se uniría más tarde y cerró enseguida. Pensó un rato y decidió esperar media hora antes de salir. La radio seguía enumerando catástrofes: los bomberos intentaban sofocar tres incendios de diversa consideración, la policía no daba a basto a atender las llamadas de emergencia y el gobierno había movilizado al ejército.
 Llegado el momento, Adolfo cogió las dos bolsas más pesadas, las bajó por las escaleras y las cargó en la furgoneta. Luego regresó a por las otras dos y, además, cogió un mechero y un par de periódicos viejos. Se puso en marcha y se dirigió hacia el estadio de fútbol. En el trayecto le adelantaron dos coches patrulla a toda velocidad con las sirenas puestas. Al llegar al Plantío escogió un lugar apartado, buscó unos contenedores y metió las bolsas dentro. Las cubrió con los periódicos y acercó el mechero encendido. Esperó un rato para asegurarse de que el fuego se abría camino hacia el interior de las bolsas para convertir en cenizas su trabajo. Luego se fue. 
Al volver a la calle Victoria localizó fácilmente a la patrulla y se acercó. Laura le dio las gracias por bajar y le preguntó por Adela. Adolfo se encogió de brazos. Ella le pasó un brazo por el hombro y sonrió con algo de camaradería. Enseguida llegaron unos gritos de la siguiente esquina: habían sorprendido a alguien robando en la panadería de Ángel Hurtado. Fueron hasta allí. Tenían agarrado a un chaval entre varios. Mientras decidían el castigo, Adolfo se preguntó hasta cuándo duraría aquella oscuridad. 

                                                                                                        Jucort   

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