La ciudad despertó, lentamente, con legañas en las
ventanas. Sus habitantes tardaron un poco mas en bajar de la cama y lo hicieron
con la típica crisis de cerebro matutina. Todo parecía correctamente cotidiano
y habría sido un día mas, sin pena ni gloria, de no ser porque seguía siendo de
noche. Adolfo Ruiz se levantó al oír las señales horarias de las once de la
mañana. Se había quedado dormido con la radio puesta, como siempre que le
atosigaba el insomnio y la tele solo ofrecía una macedonia de insoportables
teletiendas y amañados concursos con presentadoras de imprudentes escotes y
oralidad difusa. Se llevó el transistor al baño y fue masticando la noticia
mientras hacía sus abluciones matutinas: hoy, en Burgos, el sol no ha salido,
decían. Los contertulios intercambiaban explicaciones peregrinas -la culpa era
de las tormentas solares o se trataba sin duda de un castigo divino y tal vez
merecido- mientras que el moderador hacía hincapié en que de momento convenía
llamarlo eclipse a falta de una palabra mejor.
Después de desayunar Adolfo
levantó la persiana del salón y miró fuera. La calle Victoria parecía desierta
a la escasa luz de las farolas que el ayuntamiento había tenido la prudencia de
encender otra vez. La casa le olía especialmente mal esa mañana así que abrió
las ventanas y sintió un viento fresco que le revolvió el pelo y se le metió
por los ojos y las orejas. “Quizá vaya siendo hora de que los burgaleses se
arrepientan de sus pecados”, decía el curra párroco del Gamonal ante el asombro
de sus compañeros de mesa, una astrónoma y un politólogo metido a científico de
ocasión. Con las noticias del medio día Adolfo se enteró de que se estaban
dando los primeros casos de saqueo. Muchos comercios no habían abierto sus
puertas y la gente, histérica, la había emprendido a pedradas contra los
escaparates para aprovisionarse de agua, de arroz y de pan de molde. Además, el
gobierno estaba valorando aplicar un estado de excepción en la capital y en la
comarca colindante -el eclipse se alargaba unos 130 kilómetros a la
redonda y afectaba a pueblos como Tardajos, Villalbilla o Rubena-. Adolfo pensó
que ese ambiente enrarecido podría ayudarle a solventar su pequeño problema
doméstico.
Un ingeniero explicaba cuánto podía incrementarse la factura de la
luz de los ciudadanos burgaleses por culpa de esa excesiva noche prolongada.
Adolfo abrió la despensa y miró las cuatro bolsas de basura. Ahí dentro el olor
era casi insoportable así que cogió una mascarilla de papel del cuarto de baño
y se la colocó. Levantó las bolsas en orden y valoró sus posibilidades. Aunque
le parecían más ligeras que seis días atrás, no se veía capaz de transportarlas
todas a la vez, tendría que dar por lo menos dos viajes.
En la radio una
enviada especial hablaba de varias explosiones de origen desconocido en el
suroeste de la ciudad, más allá del parque del Parral. En una nota de prensa el
ayuntamiento de la ciudad instaba a los habitantes a permanecer en sus casas
por motivos de seguridad. Llamaron a la puerta. Adolfo se quitó la mascarilla y
fue a abrir. Era Laura, su vecina del cuarto C. Le explicó que en el barrio se
estaba organizando una patrulla vecinal para proteger sus posesiones de los
intrusos. Le dijo que contaban con él. Adolfo le prometió que se uniría más
tarde y cerró enseguida. Pensó un rato y decidió esperar media hora antes de
salir. La radio seguía enumerando catástrofes: los bomberos intentaban sofocar
tres incendios de diversa consideración, la policía no daba a basto a atender
las llamadas de emergencia y el gobierno había movilizado al ejército.
Llegado
el momento, Adolfo cogió las dos bolsas más pesadas, las bajó por las escaleras
y las cargó en la furgoneta. Luego regresó a por las otras dos y, además, cogió
un mechero y un par de periódicos viejos. Se puso en marcha y se dirigió hacia
el estadio de fútbol. En el trayecto le adelantaron dos coches patrulla a toda
velocidad con las sirenas puestas. Al llegar al Plantío escogió un lugar
apartado, buscó unos contenedores y metió las bolsas dentro. Las cubrió con los
periódicos y acercó el mechero encendido. Esperó un rato para asegurarse de que
el fuego se abría camino hacia el interior de las bolsas para convertir en
cenizas su trabajo. Luego se fue.
Al volver a la calle Victoria localizó fácilmente
a la patrulla y se acercó. Laura le dio las gracias por bajar y le preguntó por
Adela. Adolfo se encogió de brazos. Ella le pasó un brazo por el hombro y
sonrió con algo de camaradería. Enseguida llegaron unos gritos de la siguiente
esquina: habían sorprendido a alguien robando en la panadería de Ángel Hurtado.
Fueron hasta allí. Tenían agarrado a un chaval entre varios. Mientras decidían
el castigo, Adolfo se preguntó hasta cuándo duraría aquella oscuridad.
Jucort
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