Cuando digo “la chispa del carnaval” probablemente, estén pensando en que hablare del espectáculo estrella en estas fiestas. No se me apuren que no es el caso.
No escribiré sobre rones, ni cervezas, ni nada que contenga alta graduación. Me parece más lógico y original, recordar aquello por lo que muchos esperábamos estas fiestas…Las Tortillas de Carnaval.
¡Obvio! las cosas han cambiado. Antes de que se alarmen y me etiqueten de carca ó peor aun, de mojigata, admitiré que es ¡innegable! que la fiesta carnavalera se haya distanciado de lo que yo viví.
Las galas de la Reina, no son lo que eran, han pasado de ser el punto álgido de las fiestas, a ser el punto ¡más plasta! del espectáculo carnavalero. Las murgas ya no son murgas, ahora son una copia inexistente de “Los Niños Cantores de Viena” o si lo prefieren del Orfeón Donostiarra. Ya, ni se puede orinar de madrugada entre coche y coche cuando la vejiga aprieta. O te aguantas y revientas cuando llegues a casa (con la consecuencia de pillar una cistitis) o se muere uno en el parque por culpa de un cólico nefrítico. Ustedes eligen.
Por todo esto y mucho más, mi espíritu carnavalero esta donde el navideño ¡muerto y enterrado! Para poder sobrellevar esta época del año, mantengo vivo el recuerdo con lo que fue el perfume de este espectáculo. Podría ser el olor que desprende el lame, cuando lo sacabas de la bolsa recién cortado y traído de la tienda. En su defecto, también huele las lentejuelas recién cosidas a la tela. ¡Si! las lentejuelas tienen olor, no sabría describirlo, pero les juro que lo tienen.
Dado que estamos en una sección cocinera, creo que ha quedado claro que el aroma que hoy perfuma este doc, es el de Las tortillas de carnaval.
Limón, canela y anís, bálsamo típico en la repostería y que en estas tortillas, toman forma semi redonda, tostadas en sus bordes, adornados con filigranas refritas, que se parten al entrar en contacto con el paladar. Blanditas y esponjosas, trayendo el autentico sentido ¡para mi! de las bautizadas por “el generalísimo” como Fiestas de Invierno. Así las hizo llamar, para que pasaran más desapercibidas y resultaran menos descaradas. Como si con ese cambio lingüístico nos fuéramos a tocar menos. Ya hay que ser ignorante, para pensar de esa manera. Si el susodicho levantara la cabeza (Dios no lo quiera) el muy idiota, tendrían que ponerle un doble cataterismo. Pero mejor aparco el tema, que no esta la justicia española en su mejor momento. No sea que alguien se sienta dolido, y me tiren los huevos de las tortillas a mi cabeza.
Cuando era chiquita y redondita, me encantaba ir a casa de la abuela materna, a hartarme con las fritadas propias de esta época.
En aquella casa, no habían disfraces, ni maquillajes que nos adornaran las caras. Solo las tortillas llenaban la mesa de la cocina, donde tenía la oportunidad, de hacerme más redonda si cabía.
A lo mejor y si encontrábamos sabanas viejas, los más chicos nos disfrazábamos de fantasmas (disfraz socorrido donde los halla) saliendo a la calle, para pasar la tarde-noche tocando de puerta en puerta, pidiendo huevitos… “¿me das un huevito?”… Eso era lo que pedíamos, huevitos.
Que lindo era aquello y que bien lo pasábamos, sin más preámbulo del que te da una cesta vieja y una sabana agujereada, acabando con la barriga llena de anís y las manos empapadas en aceite.
Carca y todo, no cambio mis bailes infantiles en la plaza del Rosario, por el regueton abominable que golpea a Santa Catalina, en este largo mes.
Mar Benítez
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