Foto de Svitlana10 |
Tiempo después, una apacible mañana de domingo, apacible precisamente hasta ese momento, a mi mami no se le ocurrió mejor idea que ponerse a hacer limpia en mi habitación. Como le ocurre a todo el que tiene algo que esconder, el nerviosismo empezó a apoderarse de mi persona en el mismo instante en que ella entró con aire diligente. Con tono todavía no demasiado sospechoso, le sugerí ocuparme yo misma de aquella tediosa labor; pero cuando a mi madre se le mete algo entre ceja y ceja, no hay fuerza de la naturaleza que la frene, así que, haciendo caso omiso a mi generosa propuesta, ella continuó zascandileando entre mis enseres. Y yo, cuanto más enredaba, más nerviosa me mostraba. No hizo falta mucho tiempo para que mi ansiedad entrara en la categoría de histeria en estado puro, y ni corta ni perezosa, en pleno arrebato de insensatez, comencé a exigirle a mi madre que saliera de mi habitación. Al principio lo hice con voz disimuladamente suave, pero como no había forma de que se marchara, mi volumen comenzó a elevarse más de la cuenta. Al final, mi inconsciencia llegó a un punto sin retorno: se me ocurrió preguntarle cómo se atrevía a entrar en mi habitación sin mi permiso. ¡Craso error! De todos los argumentos posibles que uno puede utilizar con una madre, fui a elegir, incauta de mí, el único que cualquier madre del mundo rechazaría sin pestañear. Y para colmo de males, le había servido la respuesta en papel de regalo, con lacito y todo. Respuesta que, sin duda, no se haría esperar: "Señorita, para su información, esta habitación forma parte de NUESTRA casa, la de toda la familia, y mientras siga usted viviendo dentro de ella, no tendrá otro remedio que permitirnos la entrada a todos los miembros de la familia, con la misma libertad con la que usted se pasea por las habitaciones ajenas". Incontestable. Una tesis irrefutable, para qué nos íbamos a engañar. Muy diplomáticamente mi mamá me acababa de recordar que vivía en SU casa, con SUS normas, y que si no me gustaba SU plan, ya sabía lo que tenía que hacer. Se mascaba la tragedia. Estaba rozando el cataclismo con la yema de los dedos. Y lo que era peor: ante semejante respuesta, no había más salida que aguantar estoicamente la que iba a caer. Porque mi madre aún no lo sabía, pero la que se estaba cocinando no era chica.
Con un nudo en la garganta vi cómo se acercaba a mi armario. Mi vida entera me pasó por la memoria en aquel instante. Miedo me daba pensar en el monumental chillido que me iba a lanzar en cuanto encontrara el regalito.
Alargó su mano y, ajena a mi desazón, abrió la puerta derecha. ¡Uf!, se me escapó un suspiro. Con suerte, ordenaría aquella ala, se daría por satisfecha y se marcharía sin descubrir el pastel.
Pero no: erré en mis predicciones. Mi calvario no había hecho más que empezar. La muy bruja no se podía contentar con mantener ordenadita sólo la parte derecha del armario, no. Ella, Doña Perfecta, tenía que asegurarse de que TODO, literalmente TODO el armario, quedara impoluto. Así que alargó su mano de nuevo, abrió la hoja izquierda del armario, y empezó a enredar. ¡Maldita la hora!
Con mi mirada clavada en el punto X, yo me encomendé a todos los santos celestiales y recé todas las oraciones que me venían a la memoria, del tirón. Y en un principio hasta tuve la sensación de que Dios se ponía de mi lado... ¡pero qué va!
Cuando ya parecía que mi madre iba a dar por terminada su labor, le entró la fiebre del peluche.
Este es un arrebato que a mi madre le sobreviene periódicamente, y que consiste en eliminar de su vista todos los peluches que yo voy acumulando sobre mi cama.
Por supuesto, para guardarlos había que hacer sitio, así que despejó la Zona Cero, y con el mismo esmero que solía dedicar mensualmente a tan trascendental tarea, empezó a apelotonar muñequitos dentro de la caja destinada a tal efecto. Y cuanto más los aplastaba, más crecía mi agobio, consciente de la que se estaba liando.
Entonces se produjo la hecatombe. Intentar describir el rostro de mi madre cuando descubrió lo que yo llevaba días ocultando afanosamente sería, simple y sencillamente, imposible.
Decir que todos los colores se dibujaron en su cara en un periquete sería quedarse demasiado corto.
Y si indescriptible fue su gesto, no lo fue menos el grito que pegó mientras, casi temblorosa,preguntó: "¿pero esto qué es?"
Yo no sabía si reírme al verla caerse de culo sobre el borde de la cama del susto, o si llorar por la que me estaba a punto de caerme a mí.
Pero lo peor de todo estaba aún por llegar. En un principio, cuando mi señora madre sacó la jaulita azul del armario, llena de algodones y de pipas, se acordó del Zhu-zhu Pet que me había venido en el menú del McDonals, y no se le ocurrió otra ingenuidad que preguntarme cómo había sido capaz de comprar una casita para un peluche, que estaba muy bien desear un hámster, pero llegar a ese extremo...
La pobre mujer no había asimilado aún lo de encontrarse una residencia para roedores dentro del armario cuando, sujetándola todavía entre las manos, soltó la jaula y lanzó el grito más espectacular que le habíamos oído nunca: ¡PERO SI SE MUEVE!
Ahí sí que se quedó blanca. Yo pensé que le iba a dar algo. Soltó el bicho, llamó a mi padre, y con la voz entrecorta le señaló la jaula diciendo: "mira lo que he encontrado en el armario".
¿Y mi padre? Mi padre nada más ver al animal no se lo pensó dos veces: me mandó tirarlo por el desagüe si no quería ir yo detrás. ¡Ni preguntó de dónde había salido!
Entonces yo rompí a llorar desconsoladamente. Con todos los esfuerzos que yo había invertido en el hámster, y me tenía que despedir de él si no quería que mi padre descargara su ira contra el inocente animalito...
Impotente ante mi desgracia, cuando ya lo daba todo por perdido, me veía irremediablemente lanzando al bicho por la taza del retrete. Pero entonces ocurrió algo completamente inesperado: mi madre me sorprendió como no lo había hecho nunca antes. Pidió calma, consiguió que todos, ella la primera, nos tranquilizáramos, y contestó categóricamente:
-"Este bicho es un ser vivo, y el pobre no tiene la culpa de nada, así que no lo podemos tirar por ningún desagüe. Además, Paula ha sido capaz de llegar hasta aquí, a pesar de los riesgos y las consecuencias, lo que demuestra que realmente lo quiere."
Y la firmeza de sus palabras fue de tal calibre, que ninguno de los tres, ni siquiera mi padre, se atrevió a replicar. Por el contrario, obedecimos su propuesta, nos calmamos, nos sentamos en la cocina en torno a la mesa, y con serenidad, hablamos del futuro del ratoncillo.
Uno no se encuentra un hámster dentro del armario todos los días, así que, indudablemente, la primera pregunta no se hizo esperar: "¿de dónde has sacado este bicho?"
La verdad, tenía su lógica.
(Continuará) Belén Naya
La historia se pone emocionante y hemos dejado en suspense cómo termina la historia del hamster. Gracias a todos por seguir esta historia de Belén Naya, que nos emociona y nos engancha....En algún momento de nuestra vida quisimos una mascota (gato, perro, pájaro, conejo) y esperamos el desenlace de esta historia con muchas ganas. Gracias Belén por compartir con este blog tu arte, tus letras....Hasta la próxima semana, donde descubriremos qué pasa con esta familia y su nuevo invitado.
ResponderEliminarMuchas gracias a vosotras y a los lectores de El Secreter. Gracias por seguir esta historia escrita para todos los niños: para los que son niños ahora, para los niños que todos fuimos, y sobre todo, para el niño que todos conservamos dentro de nosotros. Con todo mi cariño.
EliminarCada vez más suspense y más sorpresas.Hay que ver como en la mente de un niño los adultos pasan de antagonistas a aliados.
ResponderEliminarPaula va de sorpresa en sorpresa ¿en que acabará todo?...