Apenas
cuando levantaba un metro del suelo, desde el alféizar de la ventana
de su casa cercana a la costa, en su San Francisco natal, contemplaba
las playas del oeste de Estados Unidos. Y ensimismada, descubría un
mar embravecido que jugaba con las olas.
La
imaginación ponía el resto: retorcerse, contorsionarse, cimbrear
tal cual las olas nacían lejos y morían en la orilla.
Olas,
delfines, arena: criaturas que el mar hacía danzar.
Y
Ángela creció. Y el baile iba brotando de dentro. Danza libre,
baile transgresor que rompe moldes y conciencias.
Soñar
despierta con teatros llenos de público aplaudiendo aquella
creación.
Aplausos
y abucheos. Su estilo maravillaba al tiempo que generaba
animadversión.
Estilo
distinto, grácil, singular, nada clásico, nada de ritmos que
encorsetan el cuerpo y aturden el alma. Estilo que ensalza y pone en
pie a clases populares e incomoda a los más pudientes.
Porque
Ángela bailaba y creaba y así transformaba a la gente.
Rebelándose
viajó por medio mundo: Europa, Latinoamérica, Estados Unidos. Y
siempre sin miedo, sin importarle el qué dirán.
Madre
soltera, defensora del amor sin tapujos y con descaro, con hombres o
mujeres, con personas. “El matrimonio encarcela a la mujer y no le
permite desarrollarse libremente”, decía
Y
más críticas y más ovaciones.
"No
te atreves", le espetó aquel estudiante bonaerense cuando en
Argentina, en una farra anglo-lunfarda, entre copas y excesos,
discutían si el himno nacional argentino se podía bailar. Ángela
no dudó en hacer sonar el himno, se desnudó y con una bandera
nacional como única prenda, danzó bajo aquellos acordes que nunca
antes habían sido danzados. El escándalo llegó al punto de
ocasionarle la expulsión del país y la ruptura del contrato que
tenía firmado. Ella no entendía nada.
O
como aquella otra vez en Cuba, en la última planta del Hotel Plaza
de La Habana, famosa por sus veladas cargadas de salsa, merengue y
ritmos afro-cubanos, donde maldijo las dictaduras, la de Machado y la
de todos esos jefezuelos autoritarios y ególatras que gobernaban los
países.
Militares
que estaban presentes no dudaron en dictar orden de arresto a aquella
extranjera irreverente que se atrevía a opinar sobre lo que no
debía.
Éxito,
fracaso, pasión, tormento.
Porque
Ángela bailaba y creaba y así transformaba al mundo.
Cómo
conocí al nieto de Ángela que me contó todo esto no cabe narrar en
estas pocas líneas. Él me confió secretos y palabras de su abuela
mientras paseábamos por el cementerio Pére-Lachaise de París donde
ella está enterrada. Mientras observo su tumba, una mariposa
revolotea alrededor y fija mi mirada, y no sé porqué extraña razón
veo en su aleteo libre e inquieto el espíritu de Ángela.
Y
en la tumba una simple inscripción, austera como su moradora: Ángela
Isadora Duncan (1877-1927).
Partes
de esta historia son verídicas y otras no tanto. Se deja al buen
criterio del lector discernir unas y otras. Lo cierto es que hoy en
nombre de Isadora Duncan mujeres de todo el mundo enarbolan banderas
de libertad e independencia.
Porque
Ángela bailaba y creaba y así transformó el futuro.
CALVERO
*2º Finalista del II Certamen Literario El Secreter
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